28.5.20

VII

Tengo la suerte de leer sin tomar notas. No investigo, no soy conferenciante. Tampoco las quiero para escribir. Si acompaño de una cita algún poema, es porque la necesito y surge de la memoria o aparece en el instante exacto. No busco. Y cuando leo una frase digna de anotar no lo hago. Simplemente dejo que pase. Volverá si ha de hacerlo. Si no, la habré olvidado sin más. Mis cuadernos tampoco los destino ya al apunte de ideas o imágenes; han quedado para empezar poemas, nunca para anotaciones. Tal vez sea el equivalente a vivir con lo puesto. Abandono los libros sin más mácula que la del uso necesario. Ahorro en existencia.

23.5.20

VI

He afirmado que el buen lector no debería juzgar un libro antes de leerlo. Pero al menos conozco una salvedad. Como Juan Ramón, pienso que los libros emanan su esencia sin tan siquiera abrirlos. Mucho tiene que ver el grado de acierto en la composición de la cubierta, el título, la tipografía…, pero no es lo definitivo; incluso, a veces todos esos aspectos están cuidados y aun así la emanación es negativa. Y nunca falla: el libro será bueno o malo según hayas podido percibirlo, si eres capaz de hacerlo. Matizo, por lo tanto: el buen lector no debe prejuzgar un libro antes de leerlo, ni mucho menos antes de sentir su emanación.

16.5.20

V

Galdós y Valle-Inclán se autoeditaron, y no por necesidad. Borges —mejor dicho, su padre— pagó la publicación de su primer libro, al igual que hicieron Lorca y tantos otros. Las obras a modo de suplemento de la revista Litoral eran costeadas por los propios autores: Aleixandre, Cernuda, Alberti… De sobra es conocido que los gastos de la primera publicación de Miguel Hernández, Perito en lunas, fueron cubiertos por Luis Almarcha, cura de su pueblo, o que el dinero empleado en la edición de El rayo que no cesa lo iba devolviendo el propio poeta a sus editores, Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, a media que vendía ejemplares en presentaciones y entre los amigos. Todo esto era habitual, al igual que las colectas para que una obra viera la luz. El escritor que hoy autopublica su libro gracias a una campaña de crowdfunding y lo mueve por su cuenta no es nuevo bajo el sol y debe sentirse bien orgulloso de ello.

6.5.20

IV

Me parece bella la autoedición, la idea de tomar las decisiones estéticas, materiales… de tu libro. Juan Ramón y Zenobia fueron «editores de su propia y sola obra», como ellos mismos indicaban orgullosos. Claro que no todos los autores tienen la fineza del poeta de Moguer o del maestro tipógrafo Tschichold, pero a poco que sientan interés y amor por una buena edición pueden obtener un fruto digno, al igual que también pueden ponerse en manos de alguien que les guíe o lleve a cabo ese trabajo.

Aún hay lectores que le ponen reparos, sobre todo éticos. Por ejemplo, que las obras deben pasar un filtro de calidad. Es cierto que muchas de las autoeditadas son malas, como también lo es que hay casi tantas editoriales como poros tiene el filtro y que cada obra puede pasar por alguno: si no la aceptan en una editorial, hay otras. No prejuzgar es lo que hace un buen lector. Y el escritor, aparte de honestos consejeros literarios, debería tener reparos que no fueran de ese tipo. A veces publica en la editorial de un amigo o de un contacto o entabla una relación cordial con su editor, si ya tiene alguno. Y eso, desde el rigor ético al que algunos apelan, no distaría mucho de la autoedición. 

Las otras objeciones suelen ser económicas, algo así como que un autor, para publicar, no tendría que poner dinero de su bolsillo. Me pregunto si el no autoeditado paga en cierto modo cuando, por ejemplo, ha de costearse los gastos de hotel y desplazamiento en las presentaciones de su libro, cosa habitual en las editoriales pequeñas. Lo hará por compromiso con su editor o por vanidad o por gusto, pero siempre con la misma libertad que un autoeditado gasta su dinero en lo que estima oportuno. Este último, además, en un mismo nivel de ventas, suele obtener mayores beneficios que el otro. Distinto es que existan empresas de autoedición que hacen falsas promesas (en realidad, no las hacen, está todo explicado en sus contratos) y acaparan la ilusión de autores primerizos. Como en todo, hay que saber arrimarse a buen árbol.

2.5.20

III

Me preocupa mi ausencia de mitomanía. Algo tendré de ella, pero muy poco. Pensándolo bien, mis padres no son nada mitómanos, ni mi hermano. No se ha respirado eso en casa. He comprobado que de padres mitómanos salen hijos mitómanos. A veces se ve de forma evidente, aunque no en otras ocasiones, porque el hijo, por ejemplo, adora a Bob Dylan o a Enrique Bunbury y, sin embargo, a sus padres esa admiración les parece algo muy raro, no la entienden. Pero la clave está en que ellos son muy creyentes, adoran a un dios, que es otra forma de mitomanía. Y eso se respira en casa; aunque el hijo salga ateo, necesita otros dioses. En España se ve claramente con los nacidos en los 70, cuando aún había padres bastante creyentes y explotan los grandes iconos del pop y del rock que les acompañarán en la adolescencia y la juventud durante dos décadas. Con los nacidos en los 80, como es mi caso, no suele pasar lo mismo, pese a ser sólo una década de diferencia. Los padres, en un clima colectivo de libertad como el de entonces, ya no eran tan creyentes, ni tampoco muy mitómanos porque a su vez sus padres no lo habían sido. Los míos me dejaron prácticamente al borde del nihilismo.