2.5.20

III

Me preocupa mi ausencia de mitomanía. Algo tendré de ella, pero muy poco. Pensándolo bien, mis padres no son nada mitómanos, ni mi hermano. No se ha respirado eso en casa. He comprobado que de padres mitómanos salen hijos mitómanos. A veces se ve de forma evidente, aunque no en otras ocasiones, porque el hijo, por ejemplo, adora a Bob Dylan o a Enrique Bunbury y, sin embargo, a sus padres esa admiración les parece algo muy raro, no la entienden. Pero la clave está en que ellos son muy creyentes, adoran a un dios, que es otra forma de mitomanía. Y eso se respira en casa; aunque el hijo salga ateo, necesita otros dioses. En España se ve claramente con los nacidos en los 70, cuando aún había padres bastante creyentes y explotan los grandes iconos del pop y del rock que les acompañarán en la adolescencia y la juventud durante dos décadas. Con los nacidos en los 80, como es mi caso, no suele pasar lo mismo, pese a ser sólo una década de diferencia. Los padres, en un clima colectivo de libertad como el de entonces, ya no eran tan creyentes, ni tampoco muy mitómanos porque a su vez sus padres no lo habían sido. Los míos me dejaron prácticamente al borde del nihilismo.

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