6.5.20

IV

Me parece bella la autoedición, la idea de tomar las decisiones estéticas, materiales… de tu libro. Juan Ramón y Zenobia fueron «editores de su propia y sola obra», como ellos mismos indicaban orgullosos. Claro que no todos los autores tienen la fineza del poeta de Moguer o del maestro tipógrafo Tschichold, pero a poco que sientan interés y amor por una buena edición pueden obtener un fruto digno, al igual que también pueden ponerse en manos de alguien que les guíe o lleve a cabo ese trabajo.

Aún hay lectores que le ponen reparos, sobre todo éticos. Por ejemplo, que las obras deben pasar un filtro de calidad. Es cierto que muchas de las autoeditadas son malas, como también lo es que hay casi tantas editoriales como poros tiene el filtro y que cada obra puede pasar por alguno: si no la aceptan en una editorial, hay otras. No prejuzgar es lo que hace un buen lector. Y el escritor, aparte de honestos consejeros literarios, debería tener reparos que no fueran de ese tipo. A veces publica en la editorial de un amigo o de un contacto o entabla una relación cordial con su editor, si ya tiene alguno. Y eso, desde el rigor ético al que algunos apelan, no distaría mucho de la autoedición. 

Las otras objeciones suelen ser económicas, algo así como que un autor, para publicar, no tendría que poner dinero de su bolsillo. Me pregunto si el no autoeditado paga en cierto modo cuando, por ejemplo, ha de costearse los gastos de hotel y desplazamiento en las presentaciones de su libro, cosa habitual en las editoriales pequeñas. Lo hará por compromiso con su editor o por vanidad o por gusto, pero siempre con la misma libertad que un autoeditado gasta su dinero en lo que estima oportuno. Este último, además, en un mismo nivel de ventas, suele obtener mayores beneficios que el otro. Distinto es que existan empresas de autoedición que hacen falsas promesas (en realidad, no las hacen, está todo explicado en sus contratos) y acaparan la ilusión de autores primerizos. Como en todo, hay que saber arrimarse a buen árbol.

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